Hace
unos días me enfrenté a un acosador. Les cuento:
En el Metro Guerrero de la CDMX, se bajó del vagón en que iba una chica güerilla y
chaparrita, con falda, vestida como si fuera maestra. Atrás de ella,
un tipo vestido de rojo que enseguida observé que la miraba
lascivamente. La chica se adelantó y le perdí la pista al güey de
rojo. Yo siempre me subo por las escaleras estáticas para no hacer
fila ni meterme al bulto. A mitad de la subida, volví a notar al
sujeto de rojo, en las escaleras eléctricas, justo detrás, muy
cerca de la chica y con una mano recargada en el barandal de forma
intimidante, como si la fuera a abrazar y continuaba con su mirada
precoz.
Me
acerqué y le dije a la cara: “aguas, te estoy viendo, cuidado con
la chica, te estoy viendo”. El acosador se defendió así: “estás
mal, estás mal”, y me evitó la mirada. Éste se desvió del
camino lógico al transbordo, se quedó atrás. La chica güera pasó
a un lado mío sin decir nada. Cuando llegué al andén de la Línea
3, vi que el acosador apenas daba vuelta en el pasillo. Luego, desde
el lugar en que me formo para subir al vagón, noté al de rojo
viéndome desde una distancia algo lejana. Pasó un Metro vacío. Me
subí. Entonces, el tipo de rojo se acercó a donde yo estaba
formado, pero no abordó.
Si
él dijo que yo estaba mal al pensar que era un acosador, ¿por qué
mantuvo su distancia?, ¿por qué no abordó el Metro vacío?, ¿por
qué se quedó atrás?, ¿por qué tuvo miedo?
Les
comparto esta anécdota, no para presumir lo que hice, sino para
llamar a la acción de señalar a los acosadores, evidenciarlos como
tal para que todos a su alrededor sepan qué clase de tipo es, y
excluirlos del entorno, que se sientan rechazados, porque los
cobardes son ellos, no nosotros, los ciudadanos con conciencia; no
hay que tener miedo de enfrentarlos, no hay que caer en la
idiosincrasia mexicana de temer al otro.
Foto: El Nuevo Diario
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